Leo un post de Natalia Zuazo lo siguiente: “Los comentarios nos embolan. Son el cliché de la blogósfera y una forma de participación tan ingenua como subordinada y centralizada. No nos interesan en este blog. Sí en otros contextos”. Para preguntarse después: “¿Para qué moderar comentarios cuando todos pueden publicarlos en sus blogs y referenciarlos donde quieran?”.
Ahora bien, más allá de que cualquiera puede hacer de su blog un pito, resulta paradójico que tengas un blog y que los comentarios te embolen. Es retroceder en cuatro patas al viejo esquema del “cuando yo hablo, ustedes se callan la boca”.
Los comentarios, es decir, la posibilidad de que alguien acote, sugiera, critique o pondere lo que escribimos en nuestros blogs, son esenciales a la hora de tejer esos entramados de diálogos que permiten la llamada Web 2.0 y que muchas veces generan comunidades espontáneas de debate.
Pero lo que es más paradójico aún es pretender que para comentar un post haya que tener un blog. ¿Y si yo quiero comentar y no tengo ni quiero tener un blog? ¿Mi voz no vale si no pertenezco al cada vez más endogámico mundo bloguer? ¿No estaremos construyendo con este tipo de actitudes una minielite de utilería para disfrazar así la impotencia de comunicarnos?
Ante estas situaciones uno tiende a mirar con nostalgia a aquellos buenos tiempos cuando hablábamos de los blogs como “la conversación”. Tiempos aquellos en que todos escribíamos y comentábamos con todos y la posibilidad de publicar rompía con la dicotomía entre las “voces autorizadas” y “los que no tienen voz”.
La popularidad del post, en aquel tiempo, se medía por la cantidad de comentarios y se consideraba, vaya a saberse por qué, que un comentario equivalía a 100 visitas. Es decir, 99 de cada 100 leían y no escribían.
Por todo esto es que, quizás, lo que nos hacía más felices era cuando a nuestros post le crecían colas larguísimas de comentarios que, luego de un tiempo, se transformaban más en charlas o debates entre los propios comentaristas a propósito - o no - de la temática del post.
Éramos leídos y comentados. Pero también éramos tan tiernos en estas lides que no sospechábamos que la popularidad se iba a convertir en un monstruo que nos secuestraría en la isla de la vanidad.
Por eso es que cuando los melones de la web 2.0 se fueron acomodando con el andar nos fuimos dando cuenta que los blogs no eran más que lo que son: simples espejos de la personalidad y el conocimiento de quien lo escribe. Es decir, espejos de la vida misma.